miércoles, 30 de mayo de 2007

Egoísta

El egoísmo es la única forma válida para vivir. A principios del siglo pasado, Lennin postuló que la única guerra válida era la revolución; hoy, en el cenit de la posmodernidad, estoy en condiciones de asegurar que la lucha legítima es por ascender hacia los pedestales que consagran la más absoluta egolatría. Se terminaron los modelos totalizadores de modernidad; también los fragmentarios de la crítica continuadora. No hablo de retomar el individualismo autosuperador de corte burgués-capitalista. Trato de hacer renacer al hombre, de desmitificar su autoproclamada “sociabilidad natural”.

El principal error de las corrientes pensadoras es, precisamente, tratar de encontrar un sentido colectiva. Ya sea desde los movimientos de masas o desde el rompecabezas individual en busca de la simple acumulación. Los seres humanos no somos iguales. Esa falacia nos puso en igualdad de condiciones ante un mercado voráz y, en el mismo movimiento, arengó porque luchemos por la libertad que ostentamos pero que nunca detentamos.

No existe actitud más noble que la egoísta. Y el orgullo, como motor de ella, es el camino correcto para la superación definitiva de la escoria que hoy llamamos humanidad. El calificativo parecería excesivo, pero en un análisis ex post, cualquiera me tildaría de cauteloso. Otra cosa no le vale a seis mil millones de personas, que en la actualidad se dividen en dos grandes grupos, cada vez más polarizados. Los unos concentran el poder y, con gestos caritativos, intentan purgar sus culpas para ganar un cielo en el que no creen. Son hipócritas que piensan, junto con sus contadores, que las donaciones o las campañas solidarias ultra publicitadas los hacen mejores.

El segundo grupo es distinto, igual de miserable, pero en otro sentido. Son excluidos de un sistema y luchan por entrar al caldero que los escupió con furia y desprecio. O están colgados, aferrados con uñas y dientes a un estándar que no pueden mantener. Niegan la polarización, creen que el trabajo asceta y la actitud sumisa les garantizará algo mejor.

Matamos el planeta de a poco, aunque estamos perfeccionando esta labor con el correr de los segundos. Pero, públicamente, nos ufanamos de defenderlo. Hacemos caridad mientras explotamos a millones, o soportamos el yugo de una vida que no queremos en pos de algo mejor que “ya vendrá”. La humanidad es una contradicción en un solo término.

¿De qué igualdad hablamos? Cada ser humano es diferente, único. Es una locura intentar adaptar modelos sociales a una sumatoria de millones de individualidades que nada tienen que ver entre sí. Ha llegado la hora de aceptar ese egoísmo sin tapujos. Ponernos en los pedestales que nos corresponden y actuar en soledad. Cada uno de nosotros está solo en el mundo pero negamos la realidad por la cultura. ¿Si hacemos lo mismo, será porque somos iguales? La negativa es rotunda. Hacemos lo mismo, por grupos, porque así es más fácil. Pero las contradicciones de la facilidad se tornan insalvables.

Cada revolución ha sido y será una forma nueva de adaptar modelos colectivos para seres absolutamente distintos. El individualismo egoísta prescinde de tal actitud. Nos devela una faceta que, por millones de años, hemos tratado de ocultar. Estamos destinados a estar solos, movidos por el egoísmo. No hay nada que nos identifique con quienes tenemos al lado. La cultura y la sociedad son dos categorías que cercenan el ser para adaptar unos a otros. Mata las diferencias y genera un caldo de cultivo, siempre a punto de estallar.

Un hombre nuevo, una mujer nueva. Millones de hombres y mujeres nuevas, que nada tienen que ver entre sí. Y que no les interesa. Porque no hay razón para ello. La sociedad ha muerto, es un fantasma que debemos exorcizar para mirar el universo con ojos individuales, egoístas y superados; desde los pedestales que nos sitúan en un plano superior.

Agotamiento

Creo que este es el momento para ser sincero. Ya no hay retorno y estoy demasiado cansado como para mentirme de nuevo. Mi boca en el espejo frunce la comisura izquierda de la boca, como diciéndome “sabés que muchas veces dijiste lo mismo”. Nada cambió, esa mueca está intacta y cargada de la soberbia que me alimentó durante demasiados años. Ya no emiten palabras mis labios, no es necesario. Están hartos de repetir, sin cesar, los mismos vocablos gastados. La sucesión de fonemas, organizados en una perfecta cadena sintagmática, resulta vacía ante la costumbre. Hace años que no hablan. Secos de ideas, solo tratan de acordarse las ideas de otras personas, ya lejanas, para hacer que el eco en el aire suene interesante

Mis ojos, en el mismo reflejo, escupen palabras de rencor por las noches y días que pasaron abiertos, surcando poco a poco las imágenes entre los vericuetos del humo que impregnaba el ambiente. Están rojos. Ríos teñidos de rojo recorren, como en un delta, las órbitas a media asta de mi visión cansada. ¿Cuántas cosas pasaron por delante de ellos sin que se inmutaran? Muchas omisiones en mi memoria se guardaron en esta parte de mi alma: su espejo. No pretendo recordarlas, mas sí purgarlas. No cargaron los lentes de la sabiduría, sino la capa obscura que filtraba todos los colores a la vez. La única manera de soportar el golpe de la estrella. Se niegan a observarme, pero no pueden esquivarme. Cumplen la doble función de ser juez y parte en esta querella. Aceptan con sumo disgusto su labor y me lo recriminan a cada segundo.

Mi nariz se esfuerza, en el último intento porque ingrese aire casi puro en mis negros pulmones. Muchas veces quisieron aceptar la idea de morir, antes de funcionar con un andar errático. Y otras tantas, quizás las más, apostaron a la falacia del aire puro, a dejar de lado el alquitrán mezclado con nicotina que simulaba el tabaco negro. Nada más atravesó mis fosas nasales. Miedo antes que curiosidad; control en un aspecto de mi cara; tal vez el único; ganas no faltaron.

Mi pelo está revuelto, se niega a aceptar la doma rigurosa que impone la sociedad. Hay quienes dicen que el torbellino es producto de la fuerza de las ideas que brotan con furia, desde lo más profundo de mis neuronas. Yo no creo que sea así. Son los tormentos los que fluyen con la violencia de un volcán. No tengo barba que manifieste algún intento de propagar la desprolijidad de mis cabellos. Aunque si la tuviera, no podría tapar, por más frondosa que fuese, lo que veo en este instante.

Todo en cuanto veo parece proferir un insulto. Pero con la altura suficiente como para que sea entendido por un grupo selecto, conjunto del que formo parte. Me disgusta, pero ya es tarde. Crucé el punto sin retorno, la encrucijada más extraña, aquella que impide retomar sobre mis pasos. De una manera ajena a cualquier razón, no logro comprender a quien aborrezco más. Alguien me preguntó alguna vez: ¿Qué es lo que vez, cuando te mirás al espejo?