El egoísmo es la única forma válida para vivir. A principios del siglo pasado, Lennin postuló que la única guerra válida era la revolución; hoy, en el cenit de la posmodernidad, estoy en condiciones de asegurar que la lucha legítima es por ascender hacia los pedestales que consagran la más absoluta egolatría. Se terminaron los modelos totalizadores de modernidad; también los fragmentarios de la crítica continuadora. No hablo de retomar el individualismo autosuperador de corte burgués-capitalista. Trato de hacer renacer al hombre, de desmitificar su autoproclamada “sociabilidad natural”.
El principal error de las corrientes pensadoras es, precisamente, tratar de encontrar un sentido colectiva. Ya sea desde los movimientos de masas o desde el rompecabezas individual en busca de la simple acumulación. Los seres humanos no somos iguales. Esa falacia nos puso en igualdad de condiciones ante un mercado voráz y, en el mismo movimiento, arengó porque luchemos por la libertad que ostentamos pero que nunca detentamos.
No existe actitud más noble que la egoísta. Y el orgullo, como motor de ella, es el camino correcto para la superación definitiva de la escoria que hoy llamamos humanidad. El calificativo parecería excesivo, pero en un análisis ex post, cualquiera me tildaría de cauteloso. Otra cosa no le vale a seis mil millones de personas, que en la actualidad se dividen en dos grandes grupos, cada vez más polarizados. Los unos concentran el poder y, con gestos caritativos, intentan purgar sus culpas para ganar un cielo en el que no creen. Son hipócritas que piensan, junto con sus contadores, que las donaciones o las campañas solidarias ultra publicitadas los hacen mejores.
El segundo grupo es distinto, igual de miserable, pero en otro sentido. Son excluidos de un sistema y luchan por entrar al caldero que los escupió con furia y desprecio. O están colgados, aferrados con uñas y dientes a un estándar que no pueden mantener. Niegan la polarización, creen que el trabajo asceta y la actitud sumisa les garantizará algo mejor.
Matamos el planeta de a poco, aunque estamos perfeccionando esta labor con el correr de los segundos. Pero, públicamente, nos ufanamos de defenderlo. Hacemos caridad mientras explotamos a millones, o soportamos el yugo de una vida que no queremos en pos de algo mejor que “ya vendrá”. La humanidad es una contradicción en un solo término.
¿De qué igualdad hablamos? Cada ser humano es diferente, único. Es una locura intentar adaptar modelos sociales a una sumatoria de millones de individualidades que nada tienen que ver entre sí. Ha llegado la hora de aceptar ese egoísmo sin tapujos. Ponernos en los pedestales que nos corresponden y actuar en soledad. Cada uno de nosotros está solo en el mundo pero negamos la realidad por la cultura. ¿Si hacemos lo mismo, será porque somos iguales? La negativa es rotunda. Hacemos lo mismo, por grupos, porque así es más fácil. Pero las contradicciones de la facilidad se tornan insalvables.
Cada revolución ha sido y será una forma nueva de adaptar modelos colectivos para seres absolutamente distintos. El individualismo egoísta prescinde de tal actitud. Nos devela una faceta que, por millones de años, hemos tratado de ocultar. Estamos destinados a estar solos, movidos por el egoísmo. No hay nada que nos identifique con quienes tenemos al lado. La cultura y la sociedad son dos categorías que cercenan el ser para adaptar unos a otros. Mata las diferencias y genera un caldo de cultivo, siempre a punto de estallar.
Un hombre nuevo, una mujer nueva. Millones de hombres y mujeres nuevas, que nada tienen que ver entre sí. Y que no les interesa. Porque no hay razón para ello. La sociedad ha muerto, es un fantasma que debemos exorcizar para mirar el universo con ojos individuales, egoístas y superados; desde los pedestales que nos sitúan en un plano superior.
El principal error de las corrientes pensadoras es, precisamente, tratar de encontrar un sentido colectiva. Ya sea desde los movimientos de masas o desde el rompecabezas individual en busca de la simple acumulación. Los seres humanos no somos iguales. Esa falacia nos puso en igualdad de condiciones ante un mercado voráz y, en el mismo movimiento, arengó porque luchemos por la libertad que ostentamos pero que nunca detentamos.
No existe actitud más noble que la egoísta. Y el orgullo, como motor de ella, es el camino correcto para la superación definitiva de la escoria que hoy llamamos humanidad. El calificativo parecería excesivo, pero en un análisis ex post, cualquiera me tildaría de cauteloso. Otra cosa no le vale a seis mil millones de personas, que en la actualidad se dividen en dos grandes grupos, cada vez más polarizados. Los unos concentran el poder y, con gestos caritativos, intentan purgar sus culpas para ganar un cielo en el que no creen. Son hipócritas que piensan, junto con sus contadores, que las donaciones o las campañas solidarias ultra publicitadas los hacen mejores.
El segundo grupo es distinto, igual de miserable, pero en otro sentido. Son excluidos de un sistema y luchan por entrar al caldero que los escupió con furia y desprecio. O están colgados, aferrados con uñas y dientes a un estándar que no pueden mantener. Niegan la polarización, creen que el trabajo asceta y la actitud sumisa les garantizará algo mejor.
Matamos el planeta de a poco, aunque estamos perfeccionando esta labor con el correr de los segundos. Pero, públicamente, nos ufanamos de defenderlo. Hacemos caridad mientras explotamos a millones, o soportamos el yugo de una vida que no queremos en pos de algo mejor que “ya vendrá”. La humanidad es una contradicción en un solo término.
¿De qué igualdad hablamos? Cada ser humano es diferente, único. Es una locura intentar adaptar modelos sociales a una sumatoria de millones de individualidades que nada tienen que ver entre sí. Ha llegado la hora de aceptar ese egoísmo sin tapujos. Ponernos en los pedestales que nos corresponden y actuar en soledad. Cada uno de nosotros está solo en el mundo pero negamos la realidad por la cultura. ¿Si hacemos lo mismo, será porque somos iguales? La negativa es rotunda. Hacemos lo mismo, por grupos, porque así es más fácil. Pero las contradicciones de la facilidad se tornan insalvables.
Cada revolución ha sido y será una forma nueva de adaptar modelos colectivos para seres absolutamente distintos. El individualismo egoísta prescinde de tal actitud. Nos devela una faceta que, por millones de años, hemos tratado de ocultar. Estamos destinados a estar solos, movidos por el egoísmo. No hay nada que nos identifique con quienes tenemos al lado. La cultura y la sociedad son dos categorías que cercenan el ser para adaptar unos a otros. Mata las diferencias y genera un caldo de cultivo, siempre a punto de estallar.
Un hombre nuevo, una mujer nueva. Millones de hombres y mujeres nuevas, que nada tienen que ver entre sí. Y que no les interesa. Porque no hay razón para ello. La sociedad ha muerto, es un fantasma que debemos exorcizar para mirar el universo con ojos individuales, egoístas y superados; desde los pedestales que nos sitúan en un plano superior.