domingo, 30 de diciembre de 2007

Te olvidé

Tengo miedo de preparar la mochila para el viaje. Es todo muy confuso, no puedo explicarlo sencillamente. ¿Será que todavía espero que me llame, me mande un mail o le pregunte a algun amigo en común sobre mí? Pienso en ella, porque está muerta. Esa es la razón que genera un sentimiento de añoranza por lo vivido; de quienes no están más, se recuerda lo mejor.
Es la mejor foto de mi vida: siempre recordando lo que fue y no continuó. Su boca, su cuerpo, esa voz que anidaba en mis oídos; caricias tatuadas a fuego y el sexo pasional que guardaré para siempre. Era todo perfecto. Aunque, quizás, me estoy excediendo.
Como dije antes, de los muertos se recuerda solo lo mejor. Pero si pude cristalizar todas las vivencias en dos párrafos escuetos, mi memoria grandilocuente me está jugando una mala pasada. La perfección tuvo su límite en esas palabras.
Quiero escribir sobre sus celos enfermizos, sus planteos carentes de lógica alguna y los maltratos de los que fuí víctima. No puedo, mi mente los bloqueó. No puedo traducirlos, me dejó llevar por el sinfín de sentimientos que evocan las canciones. Pero no me alcanza.
Quiero que sepan que, la innombrable, estaba en el lado opuesto de la perfección. Y, aunque estuve enamorado de ella, recién ahora puedo ver que era todo una quimera. Ojalá hubiera escuchado a mis amigos cuando marcaron mi error. Ver el problema desde afuera es sencillo, pero desde adentro es imposible.
Todavía tengo presente el perfume de su piel, el tacto de su cuerpo y la armonía de sus gemidos. Nunca los voy a olvidar. Y, por esa razón, tampoco voy a volver... otra vez.

viernes, 21 de diciembre de 2007

La expiación

Ésta no es mi noche, hace mucho que dejó de serla. Pero hoy siento que esa luna nunca le va a dar paso al sol. Si alguna vez te sentiste mal, multiplicá por un millón de veces esa sensación y, tal vez, te puedas acercar a mi estado actual. Aunque ya no siento, creo que perdí los sentidos y no me queda más remedio que amalgamar en letras lo que queda de mí.
Tengo los pómulos caídos, como cansados, igual que mis hombros. Ya no tengo fuerzas como para esquivar más tiempo esta situación. Ella está en mis sueños. No hubo fiesta que me impidiera dormir para no verla de nuevo, ni trago que narcotizara mi conciencia. Me ataca su recuerdo donde no puedo defenderme.
El caos en el que se convirtió mi casa refleja la caravana que gira en mi cabeza. Aunque no es esa la parte más golpeada. El cenicero está casi desbordado; Todavía quedan cigarrillos en el atado de Parisiennes; tres son los vasos que se fueron acumulando, un par todavía emana el olor rancio de la cerveza; las dos botellas, ahora vacías, todavía esperan que las guarde; llaves, cables, encendedores, mate, termo, micrófono, parlantes y lámpara completan la imagen de mi mesa. No quiero extenderme con el contenido de las sillas o el piso, porque sería eterno.
Ordenar todo es volver a lo mismo. Un eterno retorno, porque si no ordeno mi mente primero, mi entorno no va a poder reflejar otra cosa. Y mi inteligencia sobrevaluada no encuentra soluciones. Sí, hay una.
"Un señuelo, hay algo oculto en cada sensación". Esas palabras retumbaron más en mi cabeza que en los parlantes. Es la despedida de Soda Stereo y ni siquiera tengo ganas de ir. Acá estoy solo... y me siento cómodo. A ésto me llevó.
La odié con toda mi alma. Quise verla abajo del Mitre en hora pico. Y murió, al menos para mí. Aunque fue un arma de doble filo, porque quedaron recuerdos, sensaciones. ¡Y no se como matarlas!
Sin embargo, hay algo que me molesta mucho de esta situación. Me angustia acordarme de ella. Siento una opresión fuerte en el pecho y unas ganas terribles de encerrarme durante años. Pero su cara se va borrando poco a poco. Se transformó en un lugar, más que en una persona. Creo que, más que añorarla, simplemente extraño. Qué o quién, no lo se.
Tal vez, por fin, después de escribir estas líneas (y ahorrarme unos meses de terapia), todo murió. O no, pero eso lo contaré más adelante.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Egoísta

El egoísmo es la única forma válida para vivir. A principios del siglo pasado, Lennin postuló que la única guerra válida era la revolución; hoy, en el cenit de la posmodernidad, estoy en condiciones de asegurar que la lucha legítima es por ascender hacia los pedestales que consagran la más absoluta egolatría. Se terminaron los modelos totalizadores de modernidad; también los fragmentarios de la crítica continuadora. No hablo de retomar el individualismo autosuperador de corte burgués-capitalista. Trato de hacer renacer al hombre, de desmitificar su autoproclamada “sociabilidad natural”.

El principal error de las corrientes pensadoras es, precisamente, tratar de encontrar un sentido colectiva. Ya sea desde los movimientos de masas o desde el rompecabezas individual en busca de la simple acumulación. Los seres humanos no somos iguales. Esa falacia nos puso en igualdad de condiciones ante un mercado voráz y, en el mismo movimiento, arengó porque luchemos por la libertad que ostentamos pero que nunca detentamos.

No existe actitud más noble que la egoísta. Y el orgullo, como motor de ella, es el camino correcto para la superación definitiva de la escoria que hoy llamamos humanidad. El calificativo parecería excesivo, pero en un análisis ex post, cualquiera me tildaría de cauteloso. Otra cosa no le vale a seis mil millones de personas, que en la actualidad se dividen en dos grandes grupos, cada vez más polarizados. Los unos concentran el poder y, con gestos caritativos, intentan purgar sus culpas para ganar un cielo en el que no creen. Son hipócritas que piensan, junto con sus contadores, que las donaciones o las campañas solidarias ultra publicitadas los hacen mejores.

El segundo grupo es distinto, igual de miserable, pero en otro sentido. Son excluidos de un sistema y luchan por entrar al caldero que los escupió con furia y desprecio. O están colgados, aferrados con uñas y dientes a un estándar que no pueden mantener. Niegan la polarización, creen que el trabajo asceta y la actitud sumisa les garantizará algo mejor.

Matamos el planeta de a poco, aunque estamos perfeccionando esta labor con el correr de los segundos. Pero, públicamente, nos ufanamos de defenderlo. Hacemos caridad mientras explotamos a millones, o soportamos el yugo de una vida que no queremos en pos de algo mejor que “ya vendrá”. La humanidad es una contradicción en un solo término.

¿De qué igualdad hablamos? Cada ser humano es diferente, único. Es una locura intentar adaptar modelos sociales a una sumatoria de millones de individualidades que nada tienen que ver entre sí. Ha llegado la hora de aceptar ese egoísmo sin tapujos. Ponernos en los pedestales que nos corresponden y actuar en soledad. Cada uno de nosotros está solo en el mundo pero negamos la realidad por la cultura. ¿Si hacemos lo mismo, será porque somos iguales? La negativa es rotunda. Hacemos lo mismo, por grupos, porque así es más fácil. Pero las contradicciones de la facilidad se tornan insalvables.

Cada revolución ha sido y será una forma nueva de adaptar modelos colectivos para seres absolutamente distintos. El individualismo egoísta prescinde de tal actitud. Nos devela una faceta que, por millones de años, hemos tratado de ocultar. Estamos destinados a estar solos, movidos por el egoísmo. No hay nada que nos identifique con quienes tenemos al lado. La cultura y la sociedad son dos categorías que cercenan el ser para adaptar unos a otros. Mata las diferencias y genera un caldo de cultivo, siempre a punto de estallar.

Un hombre nuevo, una mujer nueva. Millones de hombres y mujeres nuevas, que nada tienen que ver entre sí. Y que no les interesa. Porque no hay razón para ello. La sociedad ha muerto, es un fantasma que debemos exorcizar para mirar el universo con ojos individuales, egoístas y superados; desde los pedestales que nos sitúan en un plano superior.

Agotamiento

Creo que este es el momento para ser sincero. Ya no hay retorno y estoy demasiado cansado como para mentirme de nuevo. Mi boca en el espejo frunce la comisura izquierda de la boca, como diciéndome “sabés que muchas veces dijiste lo mismo”. Nada cambió, esa mueca está intacta y cargada de la soberbia que me alimentó durante demasiados años. Ya no emiten palabras mis labios, no es necesario. Están hartos de repetir, sin cesar, los mismos vocablos gastados. La sucesión de fonemas, organizados en una perfecta cadena sintagmática, resulta vacía ante la costumbre. Hace años que no hablan. Secos de ideas, solo tratan de acordarse las ideas de otras personas, ya lejanas, para hacer que el eco en el aire suene interesante

Mis ojos, en el mismo reflejo, escupen palabras de rencor por las noches y días que pasaron abiertos, surcando poco a poco las imágenes entre los vericuetos del humo que impregnaba el ambiente. Están rojos. Ríos teñidos de rojo recorren, como en un delta, las órbitas a media asta de mi visión cansada. ¿Cuántas cosas pasaron por delante de ellos sin que se inmutaran? Muchas omisiones en mi memoria se guardaron en esta parte de mi alma: su espejo. No pretendo recordarlas, mas sí purgarlas. No cargaron los lentes de la sabiduría, sino la capa obscura que filtraba todos los colores a la vez. La única manera de soportar el golpe de la estrella. Se niegan a observarme, pero no pueden esquivarme. Cumplen la doble función de ser juez y parte en esta querella. Aceptan con sumo disgusto su labor y me lo recriminan a cada segundo.

Mi nariz se esfuerza, en el último intento porque ingrese aire casi puro en mis negros pulmones. Muchas veces quisieron aceptar la idea de morir, antes de funcionar con un andar errático. Y otras tantas, quizás las más, apostaron a la falacia del aire puro, a dejar de lado el alquitrán mezclado con nicotina que simulaba el tabaco negro. Nada más atravesó mis fosas nasales. Miedo antes que curiosidad; control en un aspecto de mi cara; tal vez el único; ganas no faltaron.

Mi pelo está revuelto, se niega a aceptar la doma rigurosa que impone la sociedad. Hay quienes dicen que el torbellino es producto de la fuerza de las ideas que brotan con furia, desde lo más profundo de mis neuronas. Yo no creo que sea así. Son los tormentos los que fluyen con la violencia de un volcán. No tengo barba que manifieste algún intento de propagar la desprolijidad de mis cabellos. Aunque si la tuviera, no podría tapar, por más frondosa que fuese, lo que veo en este instante.

Todo en cuanto veo parece proferir un insulto. Pero con la altura suficiente como para que sea entendido por un grupo selecto, conjunto del que formo parte. Me disgusta, pero ya es tarde. Crucé el punto sin retorno, la encrucijada más extraña, aquella que impide retomar sobre mis pasos. De una manera ajena a cualquier razón, no logro comprender a quien aborrezco más. Alguien me preguntó alguna vez: ¿Qué es lo que vez, cuando te mirás al espejo?

domingo, 11 de marzo de 2007

Quiero golpearte fuerte

El mundo es violento. Todos los cambios que se realizaron a lo largo de la historia de la humanidad fueron promovidos por la violencia contenida de un grupo de personas y los escrúpulos manipuladores de otro de menor cantidad. La actualidad es el resultado de incontables batallas por la apropiación de algo y la construcción de una realidad que, en redundancia, es agresiva por su propia génesis.

Nuestros rostros son máscaras que nos fueron impuestas mucho antes de nacer. También fueron diseñadas con una cruel imperfección, en tiempos inmemoriables. Y todo esto fue posible porque vivimos años luz atrasados: somos una proyección creada hace miles de años. Nos repetimos una y otra vez; la originalidad ha muerto bajo el filo de la brutalidad.

Somos todos iguales, pero no desde el altruismo unificador y pacifista. Lo somos porque nada nos diferencia de nuestros antepasados. El círculo de la historia se cerró concediéndole la inmortalidad a un guerrero que solo necesita cambiar el velcro de su estandarte para avanzar sobre otro que también lo ha cambiado.

Soy mi abuelo, soy mi tátara abuelo y así hasta mi génesis. Yo soy él y todos convivimos en uno bajo distinta apariencia. Todos somos un vampiro que en lugar de beber la sangre de nuestras víctimas tratamos de perpetuar la especie y alargar nuestra vida como ramificaciones de nuestra descendencia. Pero nada nos diferencia. ¿Cómo sé todo esto? Porque no se me ocurre otra opción para el cambio que la violencia radical que confirma todo lo anterior que vive en mi y en todos... o la muerte.

lunes, 19 de febrero de 2007

La mediocridad

¿Qué pasaría si la historia fuese distinta?

Cambiarías todo, sería idéntico a tus sueños. La realidad es una construcción, pero que sedimenta sentido creando imaginarios sociales. Por eso no la podés transformar a tu antojo. Lo intentás, pero con eso no basta. Tu limitada capacidad de creación no puede ver más allá de la punta de tu nariz y por ello te cernís en tu ser, tus deseos, tus necesidades; en fín, tu ego.

Lo que ocurre en ese instante es que, más allá de altruísmo con el que intentes matizar tu ansia revolucionaria, no sos más que un egoísta tratando de acomodar el mundo a vos. De todas formas no existe voluntad de poder tan magnánima que pueda transformar la pulsión en hecho, la idea en obra. Siempre y cuando mantengas tus ojos entre cerrados.

Poder extender la mirada y comunicarse es el desafío primero. No podés cambiar todo acorde a un ideal unilateral. Pero si ver cuesta, y el esfuerzo no es muy grande, la depresión y la angustia de vivir en un mundo que no se quiere, ser algo o alguien que se detesta, mata lentamente. Tu vida se consume como (y en) el cigarrillo. Narcotizás tus sufrimientos con los vanos placebos de la diversión y los excesos. Un simple mediocre. Eso solo te va a cegar más y, una vez que te deje en tinieblas, va a continuar con tus demás sentidos. Toda forma de comunicación se extinguirá en tu angustia y finalizará con tu muerte: la única salida.

domingo, 11 de febrero de 2007

Multitud

Ya no distingo la realidad. Hablo con ellos, vivo como cualquiera puede hacerlo. No hay nada extraño en eso. Sus caras me son familiares, sus conductas y, sobre todo, las mias son normales. Pero luego mis ojos se abren.

A mi alrededor el mundo ha muerto. En la terraza mi única companía es el mate que extingue su vida útil a medida que vierto mecánicamente agua en él. Pero no habla. Es una cosa inerte que cumple una función. Ahora los escucho...

Son autos, algunas risas y murmullos. Reconozco que se trata de palabras, pero no puedo ordenar lo que escucho, tampoco de dónde provienen. El universo vacío que me rodea es lo más parecido al desierto: estoy solo. ¿Quienes sobrevivieron?

Ahora me pierdo en la multitud. Quizáz como Baudelaire, o el inmortal de Borges; soy invisible. Pero no los veo. Observo el mundo, pero no estoy en él.